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El Barrio


Jugar a intentar encandilar con infinidad de conexiones incoherentes de palabras elegidas al azar para finalmente crear una historia que sujete vuestra imaginación por unos instantes.
   Contaros algo que al fin y al cabo os descubra que mentir es un arte.
   Regodearme en un sentimiento falso, en unas expectativas falsas que me hagan creer que todavía existe una forma distinta y no me abandone a la idea de que todo está dicho y escrito... ése es el reto una vez más...
   Y heme aquí, delante del papel inmaculado como niña en Mayo aún por estrenar y con la inocencia ingenua de que al final todo cobrará estructura. 

   Elegido está el tema, la situación, el nudo y quizá el desenlace aunque nunca renunciemos a la improvisación.
   Difícil tarea pensando que vosotros leeréis ésto dos, tres años después... paradógica cohetaneidad sólo esperada en medio de la prepotencia de que una vez más me leeréis y cárcel de ansiedad que una vez más me arrastra a reírme de tanta espera...
   Juego a despistarme a mí mismo creyendo que lo difícil es empezar para después dejar que la verborrea fluya y adquiera conexión inconexa... nunca me gustó no contar nada y decir muchas cosas a la vez que no hacen más que posicionarme traicioneramente delante de mis contradicciones (maldita palabra, otra vez merodeando por mis hemisferios...).
   Silencio roto de visita a supermercado de barrio en tarde de Agosto... treinta y siete grados y ese olor agrio que envuelve tu propia atmósfera.




  Cuando todos estaban en el recreo, Alfonso y yo subíamos a clase como dos superagentes especiales y robábamos a los niños sus lapiceros de colores "Alpino"; ¡Cómo me gustaba el olor de los libros nuevos en Septiembre!, ¡Qué mal me sentía cuando el maestro preguntaba si alguien los había visto por casualidad y yo, al siguiente recreo, me las ingeniaba para devolverlos a la cartera de Andrés!... las contradicciones, el cargo de conciencia...
   Por entonces nos traían leche embotellada que repartían antes de salir al mediodía y que nos servían en un jarrito de color que nuestras madres nos compraban en "Furnieles" el día que tocaba “subir a Jaén” al mercado viejo... todavía recuerdo el chorro de agua fría que salía de un cuartucho de piedra gastada en uno de los accesos, donde los pescaderos se servían de hielo y agua fría que bajaba directamente desde el Polo Norte, imaginaba yo, mientras mi madre me sujetaba y yo acercaba mi boca al gran chorro helado. Después siempre me convidaba a churros en "el Pósito", y yo era feliz con mi madre de la mano y con mi jarrito de color verde en su bolso mientras me iba contando la leyenda de aquella plaza

Ésta guardaba el espíritu de un caballero que terminó metido a fraile batiéndose en duelo antes con un mozo de dudosa escuela y  casado con la amada del primero mientras éste sufría, en silencio, la distancia de su amor por haber tenido que casarse con otro, el cual terminó asesinándola por culpa de sus apuestas y mala vida y de la negativa de ella a seguir siendo ultrajada y robada. 
   A la muerte del fraile-caballero, decía la leyenda, el ánima de éste salía por las noches a la plaza del Pósito a llorar y a rezar por su amada muerta y por su desgraciada existencia.


  Preparado para el primer día de clase que esperaba con tanta ansiedad se me erizaba    el vello cuando de camino a la escuela empezaba a oír la música que nos sacaba del letargo  veraniego: el Puente sobre el río no sé qué,     que me hacía caminar una marcha casi militar y que nos hacía sentir importantes, como que pertenecíamos a algo:


   -¿Lo llevas todo?. Echa el pié derecho, no se te olvide...
Esa frase que después viajaría toda mi vida conmigo y que hoy tanto me acongoja recordar... ¿Por qué te moriste tan pronto?. ¿Por qué ya no me llevas al Pósito a comer churros?. ¿Por qué le robabas a los niños sus lapiceros de colores Alpino?...

   Me destrozan los recuerdos y la congoja me impide seguir haciéndome daño cuando ahora, el paso del tiempo, quiere ser verdugo de todo lo pasado y es él el que roba mis lapiceros de colores, los que tengo clavados en el alma, los que jamás prestaré a nadie, con los que he ido dibujando retazos inconexos de vida y de sueños que no sé si poseo. La desesperanza se quiere hacer mi amiga en este momento y yo quiero echarla a patadas de mi lado. Trozos de canciones, letras por acabar, tantas cosas en las que buscas la motivación y al final un caldero de secuencias, de epílogos acelerados por el miedo a no saber si estuviste a la altura, la contradicción, la contradicción, maldita losa.

   El tercer tren, aquella tarde de fin de año, me abofeteó con su palma de acero en mitad de la ingenuidad. Aquella noche no sonaron ningunas campanas para mí y una vez más me convencí de que cada uno tiene lo que se merece. No siempre se consigue un "flash back" cuando lo deseas. Aquella escena ya estaba escrita, apreté las uvas dentro del bolsillo de mi abrigo y reventé la botella de cava contra el acerado del andén, el frío cortaba cualquier excusa para saltar a los raíles...



  Desde el final de la fila conseguía ver sus trenzas decoradas de azul; reinaba en todo el patio un olor a limpio y a "Nenuco" que se mezclaba con el de los libros nuevos; formábamos fuera antes de entrar a las clases e íbamos subiendo después las escaleras uno detrás de otro, con la musiquilla de fondo, como borreguitos con nuestro mandilón blanco y nuestros cuellos cada uno de un color. El mío era gris; el de mis compañeros de mesa también aunque ninguno de los tres era el mismo gris, cuestión que a mí me rompía cualquier idea geométrica de la distribución por colores que nos hacían en las clases de párvulos (con el tiempo descubrí que era daltónico). Mi jarrito era ¿vérde? y Alfonso y yo quedamos el primer día de clase para el siguiente traer un abrebotellas y en el recreo beber cuanta leche nos diese la gana. El ver diez botellas juntas en una caja allí todo el día despertaba nuestros más ruines instintos, la carencia, la falta de demasía.

Recuerdo que me escribiste: “Los hijos que no tuvimos volaron envueltos en un papel de periódico”. ¡Cuánta pasión y cuántos nervios aquella primera vez!. Tú estrenabas unas medias negras y unos zapatos de piel vuelta claros. Nunca olvidaré el  olor de tu deseo y cómo me temblaban las manos intentando descubrir tu cuerpo, escondidos en el “Taller” otra nochevieja en la que disimulábamos el frío abrazados.
  
   Ahora, en el tiempo, socialmente adaptado, generosamente domado, estúpidamente engañado, tranquilamente tranquilo, inequívocamente sumiso, vuelo entre resquicios y escolleras que siguen arañando tanta utopía soñada: Tanto quisimos coger entre nuestras manos que no supimos.

            Desde las ventanas de nuestra clase se veía la tuya y yo todas las mañanas calentaba mi bocadillo de chorizo en el radiador que quedaba en la parte de atrás de nuestra aula para que cuando llegara el recreo estuviese en su punto:
   -Antonio... ¿Qué?... ¿Hoy otra vez chorizo?.
   El chorizo lo hacía mi madre todos los inviernos y mi abuela le ayudaba a llenarlo dándole vueltas a la maquinilla que lo iba embutiendo en las tripas cuidadosamente lavadas y escurridas. Al final terminé regalando a D. Ramón una ristra para que los probase; ya nunca más me preguntó por el contenido del bocadillo del recreo. Hambre que debería pasar el hombre en aquellos años con su sueldo de maestro de escuela.

   El olor del  puesto del azafranero en el callejón de las uvas del Mercado Viejo es algo que flota en mi pituitaria desde niño, como el del último chupe, como el de la cuna.
   Subíamos a Jaén una mañana y envueltos en papel de estraza mi madre guardaba en un cajón de la cocina el pimentón y la pimienta que luego usaba para condimentar la carne y el tocino del embutido. Yo de vez en cuando abría el cajón y recordaba el mercado y el chorro de agua helada y los churros y el Pósito, donde ella me compraba higos secos y nueces y si ese día había tocado ir al médico me llevaba a la Pilarica y comprábamos caramelos de anís y brea.

   Llegaron las clases de preparación para la Primera Comunión y yo deseaba que tú fueses mi pareja. ¡Cómo me sudaba la mano cogida a la tuya en mitad de la fila de a dos por el centro de la iglesia!. Todas las tardes esperaba nervioso el momento de ir a la catequesis y luego oler mi palma llenándome de tu recuerdo.

   ¡Maldito martilleo!. Como fotogramas aparecen todas esas imágenes que no terminan de revelar nada; ejercicio retrospectivo vacío de interpretación. Juego absurdo, puzzle al que faltan piezas y ningún sitio donde encontrarlas, donde encajarlas quizá.

   Nos acostumbramos a ser amigos; mi soledad y tu desidia, siempre tu desidia.
 Nuestras carencias hicieron el amor y nos descubrimos la lujuria; hasta nos prometimos eternidad sin entender por dónde se llegaba a ella, sin saber ni tan siquiera si ésta existía. A la vista está que Desidia era tu nombre e Incoherencia mi apellido... ves?.

   Tu hermano era mi mejor amigo y aquel verano vacié los tiestos de las plantas de mantillo envolviendo éste en los mensajes que tiraba desde mi balcón al tuyo. Eran cartas cifradas. Ya entonces escribía y no me entendía nadie: Dramaturgo, escritor de cuentos, cuenta-historias:
   -¡Tú gánate la vida con la cabeza porque con las manos ni lo sueñes!.

  Esta es otra frase genial del recetario particular de mi padre, que por cierto, era "muy manitas" (muy chapuzas diría yo...).

   Menos mal que tu hermano y yo descubrimos los ingenios de la técnica: taladramos el suelo de dos “Danones” y nos hicimos un “teléfono alámbrico” genial pasando un hilo de un balcón a otro... ¡Ahora sí que tenía conexión directa con tu corazón!. Hasta me excitaba cuando alguna vez “te ponías al teléfono” y me decías que dejara ya de escribirte cosas raras y de llenarte el balcón de tierra de las macetas. Ya entonces eras un poco zorra, con perdón, hay que reconocerlo.

   Profesional, profesional, Regina. Brasileña y de veintitantos. Rubia anillada hasta en lo más recóndito.
   No sé cómo le hice creer que era la primera vez. Yo imaginaba que tanta profesionalidad en el arte del amor no dejaría paso a la ternura, y es que siempre he sido muy enamoradizo, hasta pagando. Todo hasta que un concejal de pueblo de campiña le puso un piso repleto de electrodomésticos que pagaba con cargo al Partido. No sé quien era más hipócrita. Perdí por mayoría simple; simplemente me arrebató su amor de cuatro cifras una televisión panorámica y un vídeo estéreo.

   El “árbol de la risa” era un viejo olivo grande al que íbamos por las tardes a columpiarnos y donde ensayábamos ejercicios de trapecio ya siendo muy chicos, y muy traviesos.
   No sé cómo se me soltaron las manos y caí de espaldas. Cuando aterricé me quedé en el suelo, bocaarriba y sin sentir las piernas. Me faltaba el aire y vomité; un sudor frío me impedía llorar y esa maldita frase me golpeaba la razón:
   -¡Tú gánate la vida con la cabeza, porque con las manos...!
   Quería cerrar los ojos y creer que todo era un sueño, salir de la pesadilla escurriéndome por la barandilla del cambio de escena, despertar. Me oriné en los pantalones y se me descompuso el cuerpo. Fue el primer hueso que rompió “el árbol de la risa”; y así lo llamábamos ya que todas las fracturas que allí sucedieron iban precedidas de una carcajada general ante aquellas magníficas caídas. Era el bautismo de todo zagal que se preciara pertenecer al clan. Al fin y al cabo éramos del Barriolaguita y eso era un notable por lo menos aunque las noches de lumbres, en San Antón, era cuando más dejábamos crecer nuestro orgullo de barrio hasta que terminábamos descalabrado alguno en medio de las guerrillas por los tirajitos...

   Y vuelvo a recordar las plantas de tus pies pequeños sobre mi pecho y tu cuerpo desnudo sobre la cama desvestida y la fugacidad de tu vocación cuando nos conocimos y hablábamos, interminablemente, en el autobús que nos llevaba de pueblo en pueblo cuando éramos titiriteros y aprendíamos que la pasión era el mejor motor de todo lo imaginable y hacíamos apuestas por descubrir lo prohibido y ganábamos, ganábamos aunque el premio fuera un puñado de piedras de mar y arena de luna; luna, Luna y Alba tú.



   Me pasaba la tarde lavándome la boca pensando que ese día me besarías; ya temprano volvía la esquina con el corazón saltándome en el pecho de impaciencia y tú en tu balcón me sonreías con las piernas abiertas insinuando bajo tu blusón tus ingles desnudas que ya entonces limitaban un Venus adolescente, impaciente e ingenuamente lujurioso.
   Nunca me besaste, pero te gustaba que te tocara las tetillas porque así, creías, te crecerían antes... te debieron tocar el pecho seguramente todos los zagales del barrio ya que conseguiste la misma talla que tu madre con sólo doce años, en un par de veranos.

   El Barrio: orgullo de pertenecer a él. Hijos de obreros que bajaban a medir con una guita las paredes de sus casas nuevas, las de Peragón, las de Protección Oficial, para averiguar si los muebles les cabrían una vez sacados de la casa de los suegros. Recogió a gentes de otros pueblos que vinieron “a la capital” a buscarse un futuro. Con su mercado nuevo que nada tenía que ver con mi Viejo Mercado de San Francisco; con su rampa que tantas tardes fue patio de juegos, de besos escondidos y refugio para fumarnos los primeros cigarrillos.

   Como una novia te imaginaba el día que juntos cruzáramos la Iglesia cogidos de la mano; una novia de seis años con guantes de encaje blanco y zapatos de charol el día más bonito de Mayo que todas las tardes, desde hacía cuatro meses, preparábamos con D. Gabriel hasta que una de ellas no apareciste, justo tres días antes de nuestra Comunión.
   ¡Maldita varicela!. Me robó mi ilusión y a ti tu estreno de blanco.
   Me obligaron a hacer pareja con Alfonso e imaginé que como castigo por tantas injurias como cometíamos juntos. Tú hiciste la Primera Comunión sola al Domingo siguiente y yo no volví a coger tu mano jamás. Lo que sí agarré a la siguiente semana fue la varicela también. Tu último regalo a tanto restregarme la cara con las manos recordando el perfume de las tuyas. El desamor llamó la primera vez a mi puerta. Ya era mi aliado, mi amigo. Habíamos comenzado una extraordinaria relación.

   Para expiar mis culpas terminé siendo monaguillo en San Félix. Mi primera desilusión vino al descubrir que las campanas se hacían sonar con un sistema electrónico de pulsadores (era un altavoz el que anunciaba a los feligreses y a las beatas su cita diaria) y no tirando de una cuerda como veíamos hacer a Pablito Calvo, Marcelino Pan y Vino en las películas de los veranos en la tarde.
   Me sabía la misa de memoria y al llegar la Semana Santa estrenamos aquella vez hábito y túnicas nuevas el Domingo de Resurrección en que Javi, un amiguete del barrio, era la primera vez que se vestía para juntos asistir al párroco en tan señalado día; y como era muy glotón y en esas fechas las mujeres hacían en la casa gachas de harina, hornazos, ochíos, magdalenas, huevos rellenos y bacalao en todas sus variedades, se ve que el chaval aquella mañana, entre los nervios del estreno y el empacho de las vacaciones, a la hora de la consagración del Cuerpo de Cristo, despachó el suyo propio por su gran culo, de tal magnitud y sonoridad que a mí me temblaban las campanillas en la mano de tanto reírme... el olor al instante fue insoportable y el murmullo en la Iglesia y las risotadas llegaron a ser generales hasta que Don Gabriel estalló en cólera y nos agarró a ambos de una oreja y nos tuvo de rodillas en la sacristía para volver al templo avergonzado, ruborizado y pidiendo disculpas a todo el auditorio.
   Inconvenientes del directo, le decía yo a Javier, que entre sollozos y pedos no conseguía articular palabra alguna en mitad de aquella atmósfera cada vez menos mística y que Felisa tardó un par de semanas en despejar de toda la iglesia.
   No nos excomulgaron porque no teníamos edad suficiente y entonces colgué los hábitos para siempre; de todas formas aquella iglesia no tenía una campana como Dios manda ni yo estaba convencido de querer expiar mis culpas de aquella manera. Habría que ganarse la Gloria de otra forma y en otro momento.

   Excéntrica como tú sola te sentabas en el escalón de enfrente y nos mirabas entonces no sabía que lujuriosamente hasta que fuiste empequeñeciendo el círculo y fuimos amigos, amantes.
   La verdad es que quizá seas la única que no pidió nada a cambio; tu mirada huidiza y tus grandes borracheras habían hecho con tu soledad un traje de diario.
   Nos entendíamos bien y sin prometernos nada. Los momentos que nos regalábamos eran verdaderos. Verdaderos momentos regalados cuando lo menos importante era el tiempo y el lugar... hacíamos el amor en cualquier sitio y nuestro exhibicionismo en más de una ocasión pudo salirnos caro.        
   Mágica noche en la que reventamos el candado de la funeraria e hicimos de aquello nuestro hogar. Todas esas imágenes flotan en mi recuerdo embriagado y que evoco a fogonazos. Eso sí, mirabas con tristeza, besabas con tristeza y hacías el amor con la tristeza de quien se sabe de alguna forma utilizada aunque arrastrada por el deseo: Mil veces perdón. Mil veces haría lo mismo.

   Era la hora de comer y sonaron en el Barrio dos disparos de escopeta precedidos de las sirenas de la policía. Con el último bocado de manzana aún dándome vueltas en la boca cogí la cartera y corrí a la calle.
   En la plaza que se abría ante los colegios, los niños se agolparon dirigiendo sus miradas al tejado de la guardería de las monjas.
   El viejo jardinero se había suicidado a la hora del café después de disparar contra una de ellas porque le habían amenazado con despedirlo.
   Su cuerpo permanecía inerte sobre las tejas mientras un policía lo tapaba con una manta esperando a que el juez de guardia viniese a levantar el cadáver.
   Fue la primera vez que vimos la muerte de cerca y no comprendíamos por qué querían despedir a ese hombre al que quedaban un par de años para jubilarse y su único pecado era ser demasiado amigo del “Tres pistolas”.  
  En el barrio después jamás volvimos a jugar con escopetas ni armas de juguete. Aprendimos la lección. La monja se recuperó de las postas que entraron en su pulmón. Aquella tarde perdimos el partido, nuestra cabeza estaba en otro sitio. Las rosas del jardín de la guardería se secaron y el seto creció por encima de las ventanas, como queriendo subir hasta el tejado.

   Había una mujer en el Barrio, una santera, una curandera que nos colocaba los huesos dislocados de muñecas y tobillos y a quien estábamos todos agradecidos y respetábamos por el miedo que en el fondo nos causaba aparecer en su casa en tales condiciones, donde con unas friegas de alcohol de romero y mucha paciencia nos evitó a más de uno acudir a la Casa de Socorro.
   En mi casa también existió en una época esa magia extraña de gentes que acudían a mi padre o a mi madre para ser sanados de la “culebrilla”, y he de decir que jamás nadie, tras los tres días que duraban los rezos en ayunas, se fue de allí sin ser curado.
   Todo consistía en rezar, a la misma vez que se iban haciendo señales de la cruz sobre las lesiones herpéticas, una oración que sólo se podía decir en voz alta, y de padres a hijos, en Jueves o Viernes Santo. Por lo que a mí me la contó mi padre un Jueves Santo aunque yo después jamás haya ejercido tales bendiciones.
   Al “paciente” solamente se le pedía “acercarse al acto” con fe; la misma con la que había que “echar los rezos”. Y como me imagino que siempre os habrá picado la curiosidad por saber cómo es la oración, ahí va, no sin sentir que rebelo un secreto guardado desde hace años. En fin, si ya una vez estuve a punto de ser excomulgado, tampoco voy ahora a sentirme excesivamente recatado:

                    “Sara Sara que en el monte araba.
                     Y su hija Sara la merienda le llevaba.
                     ¡Madre!. ¿Qué es aquello que arde?.
                     Culebrilla y osagre.
                     ¿Con qué se cura?.
                     Con ceniza de sarmiento, teja del tejar
                     y la bendición de la Santísima Trinidad.
                     En el nombre del Padre, del Hijo y del
                     Espíritu Santo. Amen.”

   Los porches del colegio con su acerado de terrazo nos servían de redil de juegos todas las tardes de verano  y de invierno. Allí nuestras madres se encontraban tranquilas sabiendo dónde estábamos y dónde encontrarnos si se nos hacía tarde para la merienda.
   La verdad que con el tiempo fuimos abriendo el abanico de rincones para nuestros juegos o para nuestras locuras, en la mayoría de las ocasiones auténticas barbaridades.
   Jugábamos en el Silo, antiguo almacén de trigo justo al lado del paso a nivel de la alberca de los patos, donde vivía mi tía Candelaria, en la salida hacia Fuerte del Rey.        Jugábamos en el “Lian Shampó”, antigua fábrica y almacén de aceite de la Avenida de Barcelona que terminó siendo campo de fútbol, de beisbol y escondite perfecto para nuestras excursiones de comandos especiales (sin armas desde lo del jardinero).          Jugábamos en los campillos de las Fuentezuelas, junto al habal de Periquillo, el compadre de mi abuela Emilia, que era guardabarrera del paso a nivel de las escuelas aceleradas y donde mi padre pretendió hacer de mí un futbolista profesional hasta que acuñó la famosa frase e idea ya, de que tenía que ganarme la vida con la cabeza, que con las manos (y los pies) ni pensarlo...

   Eso era un barrio, sí señor. Las posibilidades que ofrecía eran infinitas. Infinitos eran los recursos de que disponía nuestra carencia, nuestras ganas y nuestra locura de niños que jamás nos aburríamos. 
   Ahora se me viene a la cabeza la frase de “eres más de Jaén que el Barriolaguita”. Y es que ese sentimiento se acuña, se madura y quizá no se posee consciente hasta que una tarde todas estas imágenes te golpean juntas y la clarividencia hace acto de presencia intentando unir unos recuerdos que creías arrinconados y que de pronto saltan a tu alma portadores de tanta congoja.
  
Antonio J. Valenzuela
    -Enfermero-

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